Madonna, de Andrea Solario (1460-1524) |
Rosie Inguanzo
Miami, desde Kendall, pasando por Westshester, Doral, South Miami hasta la Pequeña Habana, compite por la casa más y más alumbrada: un trineo de luces, siete venados con la punta de los hocicos prendidas, el muñeco de nieve gigante iluminado por dentro. Y no importa el costo de la luz, que ya se pagará en enero. El sector popular (digamos, el ganado vacuno), empuja y golpea, arrasando con cualquier civilizado que se interponga entre él y el carrito de compras o el artículo superrebajado. Se distorsiona el sentido: zafarrancho de tiendas y hasta fuegos artificiales contrapuestos a la imagen de la Navidad. La Virgen (dudoso calificativo para una señora embarazada de nueve meses), huía buscando donde alumbrar, ya de madrugada acomodándose en un establo paupérrimo. Y qué lumbrera trajo, misteriosamente, la doncella. Contrasta la materialidad exhibicionista del centro comercial y el bombardeo de publicidad con la escasez material en la que nació el Dios de los cristianos. Un niñito que a fin de cuentas circuncidaron al octavo día y cuyas pulsiones fundamentales surgieron de ese primer contacto maternal, como cualquier hijo de vecino. Un recién nacido que puede despertar adentro la sensación de lo sagrado (que conste que soy agnóstica), e impulsarnos a contracorriente al arrobo contemplativo, desde el hondo fondo más posible, desde el candor de un mensaje tan simple como difícil, y el cultivo de la abstinencia de consumo. De cualquier manera, la encarnación de Dios (crea usted o no), tanto como la vida de cualquiera, es un misterio cuajado de propósitos, pasiones, memoria fundacional, datación genética y fuerzas invisibles, milagros cotidianos, oscuridad y lumbre. La encarnación de Cristo llama mi atención sobre ese punto: Somos vida en la carne, y luminosidades en el magma infinito...Luego, ¡a gozar del cuerpo y ha renacer en Cristo o en su deidad favorita! Felicidades.