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Por Amílcar Barca
A veces la invitación de una galería no siempre corresponde a una celebración de vestidos de noche o daiquiris A menudo sin duda lo es. Hoy no hay lienzos en este opening, sino proyecciones cinematográficas y dibujos. Tampoco doritos o pretzels sino tuna tataki o dátiles en hojaldre, bajo la música de Nueva Orleáns. Hoy no somos veinte, sino cerca del millar. Y me atrevería a decir que, sólo dos colores, perviven en esta exposición: el hueso derivado del fondo del papel (ocasionalmente, la turquesa para mencionar el agua en algún tema) y el carboncillo del lápiz. Me niego a referir obras. Pero si voy a citar la poética que crea alguien que ha mirado los referentes de la Quinta del Sordo de Goya y los ha contextualizado a finales del milenio bajo el humo de la guerra . Ha disfrutado con la tradición del teatro de sombras oriental. Ha hurgado en la historia primitiva del cine (Mélies). Se ha dedicado a analizar la soledad de la habitación donde Van Gogh se recluía. O simplemente ha martirizado a la tijera, el sacacorchos, o la cafetera para amasar entre sus hierros a una procesión de personajes que creando un movimiento de avance muy singular y lírico, se inclinan graciosamente por un camino. Cuando la marabunta de Basel concluya, les sugiero que se inicien con Kentridge, bajo el silencio de un domingo de enero, por ejemplo, y dispongan del tiempo suficiente para sentarse en la alfombra de las salas de vídeo y disfrutar de la belleza o la denuncia que la destrucción y el cambio ofrecen en su discurso. Me atrevería a decir que no sólo es apto para todos los públicos que aman el arte, sino obligatorio para cualquier individuo que se precie en valorar la dignidad humana.
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Miami Art Central (MAC)
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