Por Amílcar Barca
Soy puntual. La recojo de su celda, un discreto apartamento, no lejos del mío en Coral Gables. Baja las escaleras y me saluda con un beso. Yo le correspondo con dos (... ustedes apreciarán que venga de España); ella sonríe. Comemos en Matsuri. Nuestros ojos siempre conectados. Yo, a menudo, ausente. Entretenido en humedecer el sashimi y el tempura con la salsa de soja. En apariencia la intención es sencilla: conversar sobre la ciudad, pero ella... “Me voy a Atlanta. Hay un hombre que me espera”. Con las manos siempre ocupadas con los palillos, cita la pasión de su nuevo encuentro, hablamos de los círculos que la vida nos muestra. Cuando la segunda jarra de sake entra en la mesa, la conversación aparece tan clara como el vino. Entonces, respeto su violenta y elegante elocuencia. Nada sabe de su don Juan. “En Perriconis preparan un exquisitos canolis de riccota fresca”, le digo. Esto la tranquiliza Nos sentamos en el jardín. Ella ordena un Jack Daniels y yo una manzanilla con anís. “Quiero a Angels. Es la única mujer que puedo compartir la cama y la tarde indistintamente...” Entonces el bourbon y el hielo se ausentan del vaso, el olor a madera quemada florece en mi camisa. “Dijimos que hablaríamos de la ciudad”, digo. Con la voz entrecortada por que nos miran contesta :“!Lo único que me interesa de esta ciudad, fue lo que construimos unidos en Morningside!”. Una vez más, la intención devenía aparente y cargada de emoción; lo común del encuentro había sido, simplemente, omitir a Miami durante la cena. Esta amante de piel de concreto, una vez más, regresa a la obra de Tirso de Molina.