
Por Alfredo Triff
No hay nada mejor para el desaliento que una buena silla. Tronos, sillones de ruedas, butacas, sillines, bancos, asientos con una dos y tres patas, con y sin brazos y algunas sin espaldar. Escaño, símbolo, atuendo de ocasión. Mobiliario cronista de parte y celo. Hay algo en la silla que me calca: cabeza, espalda, brazos, patas. Función aparte, háblese del mueble como arquetipo, capricho o visión. Notemos el juego esencial del argumento platónico... la silla como idea, no como fundamento para las nalgas. Detesto la butaca Chippendale y la Bonapartiana donde la pomposidad de la forma se embelesa consigo misma. Mi trono predilecto es fuerte, duradero, algo difícil, rudo, con su rasgo categórico. Superior, versátil y adaptable. ¿Hay algo más somáticamente vertebrado que la madera y el cuero? Me refiero a la banqueta por antonomasia, digna, duradera, constante y fiel --casi inquebrantable: El taburete. Su raza es simple y medular. Ahí di mis perretas de niño e hice el amor de joven. Indudablemente, podría pasar de lo pedestre a lo palatino. Entonces opto por el sitial del modernismo: la Barcelona de Mies van der Rohe. Pero eso me lleva a otro capítulo.